En la última crítica hablaba de algo que está muy de moda ahora en Hollywood: la vuelta a los ochenta y los remakes. Hoy voy a hablar de algo que, aunque está perdiendo cierta fuerza últimamente, se puso bastante de moda a principios de este siglo: el cine histórico-épico. Y, especialmente, de griegos y romanos.
La culpa, como imagino que ya sabréis, la tuvo en buena parte el magnífico
Gladiator de Ridley Scott, prácticamente insuperable en su género (al menos en lo que concierne al cine actual) y que intentaba recuperar con bastante éxito el halo de películas ya míticas como
Espartaco, Ben Hur, Los Diez Mandamientos o
Quo Vadis. Después de ella vinieron títulos como
El reino de los cielos, Alejandro Magno, Troya, más recientemente
300… Bastaba con batallas o peleas multitudinarias, sangre por doquier, una ambientación decente, y mucha gloria y honor de por medio, y el éxito estaba asegurado. O al menos, eso parecía. La gente (con cierta razón) empezó a hartarse de fórmulas estereotipadas y sin trabajar, y el género histórico cayó un poco en desgracia.