lunes, 27 de enero de 2014

Mi vecino Totoro (1988)



"Ahí va... ¡Totoro! ¡Eso es! ¿A que te llamas Totoro? Así que ese es tu nombre... ¡Totoro!"

Recientemente me encuentro en plena revisión de todo aquello que Miyazaki ha realizado para Studio Ghibli (ya luego me pondré con Miyazaki Jr., con el resto de lo de Takahata, y con otros directores) por un doble motivo: porque es algo que llevo tiempo queriendo hacer, y porque he tenido que escribir mucho sobre el japonés, a raíz de su retiro, en mi otra revista.

Ello me ha llevado a decidir completar un poco por aquí una revisión de sus grandes obras (todas, para que nos entendamos), entre las que ya ha reseñado Pablo El viaje de Chihiro y yo mismo Nausicaä del valle del viento y El castillo ambulante. Y me he percatado de que si bien hay algunas que he visto pero no criticado aquí (como La princesa Mononoke, o Arriety y el mundo de los diminutos, con guión de Hayao y cuya crítica ya me pidieron hace un tiempo), hay otras ausencias imperdonables en mi haber, y es que... ¡no había visto Mi vecino Totoro!

Después de correr a verla, me doy cuenta de por qué ha sido tan imperdonable el retraso, o por qué el protagonista de la cinta es el emblema de Studio Ghibli. Miyazaki nos pone aquí ante una historia muy personal, infantil (la más dirigida a niños de cuantas he visto del estudio), cargada de simbolismo y con una ingenuidad que es imposible que no te guste. Es una historia que, a diferencia de otras de su creación, apenas repara en el trasfondo (aunque lo tiene), para ofrecer simplemente hora y media de puro entretenimiento infantil.

La... “trama” se centra en dos niñas, Mei y Satsuki, que van con su padre a vivir al campo mientras su madre se recupera de una tuberculosis (algo al parecer inspirado en la propia infancia de Miyazaki). Allí conocerán a diversos seres mágicos, como los duendes del polvo, el Gatobús (un poco bastante similar al Gato de Cheshire, por cierto) o los “totoros”, espíritus del bosque, con los que entablarán una relación.

Y si pongo “trama” entre comillas es porque, en realidad, no existe, y ahí está la mayor peculiaridad de la película. No hay una historia narrada de principio a fin, no hay un hilo conductor, no hay una narrativa en el sentido tradicional de la palabra (salvo en los últimos 20 minutos, más o menos). La cinta se centra únicamente en reflejar el día a día de las niñas según se desarrolla su vida en el campo, como si se tratara de un diario, pero sin pretensiones de narrar ningún acontecimiento: son cosas que pasan, y punto, no hay más.

En ese sentido, resulta muy curiosa la forma de desarrollar la cinta, que al emplear este método deja un poco de lado ese consabido mensaje de Miyazaki naturalista y concienciado (aunque también está, no en vano las niñas se hacen amigas del “rey del bosque”), y logra un desarrollo muy fluido y ligero, que se pasa volando.

Mención aparte merece, además, un aspecto que siempre me ha intrigado en el cine de Miyazaki: la magia. Los seres mágicos son algo que existe de forma común y es aceptado por todo el mundo. Algunos los ven y otros no; sin embargo, todos creen en su existencia. Cuando Mei le cuenta a Satsuki que ha conocido a Totoro, ésta se lo cree, pero es que cuando se lo cuentan a su padre (que es a la sazón profesor de Antropología en la universidad), este también lo acepta sin el menor titubeo, y se lanza con ellas a la búsqueda del espíritu. A nadie extraña que haya un bicho mágico gigante viviendo en el bosque que linda con la casa... y eso es algo que impregna todavía más de encanto el cuadro que se nos dibuja.

Curiosamente, dado que no hay tanto foco en la historia, se podría pensar que aquí lo visual tendría mayor importancia, pero la película tiene una imagen mucho menos detallada y trabajada que las cintas de Ghibli que la precedieron (salvo quizás que La tumba de las luciérnagas de Takahata, estrenada el mismo día del mismo año que esta), prefiriendo tonos muy vivos y dibujos sencillos, sin apenas artificio.

Y en el apartado sonoro, todo es de diez. El doblaje es una gozada (un millón de puntos a la mítica Sandra Jara por lo bien que dobla a Satsuki, y a Eva Díez como Mei, a la que cada vez que dice cosas como eso de “¿Los fantasmas suben escaleras?”, dan ganas de agarrar de los mofletes), como lo es la música, otra vez a cargo de Joe Hisaishi, cuyo tema central para la cinta es lo más pegadizo y precioso que he escuchado en el cine en mucho tiempo.

El éxito de la cinta fue tal que se convirtió en la única película de Ghibli de la que se ha realizado un spin-off, en forma de cortometraje, Mei y el gatobús (siguiendo la historia de Mei y el descendiente del Gatobús), amén de haberse homenajeado los personajes en múltiples ocasiones en otras cintas de Miyazaki: los susuwatari, o duendes del polvo, son los ayudantes de Kamaji en El viaje de Chihiro, y Totoro aparece como secundario en cintas menores del estudio (como Pompoko o Susurros del corazón). Tal es su popularidad, y se convirtió en un icono infantil tan importante, que el mismísimo John Lasseter incluyó un Totoro entre los juguetes de la guardería en Toy Story 3.

Entretenida, personal, inclasificable y, sobre todo, muy capaz de despertar a nuestro niño interior. Algún día os contaré la interpretación conspiranoica que algunos hacen de Totoro y destruiré vuestra infancia.

Y por cierto, a ver si cuando la veáis me notáis algo curioso en el cartel promocional de la cinta...

Allez-y, mes ami!

Buenos días, y buena suerte.

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LO MEJOR: el doblaje es precioso, y los personajes están muy bien llevados, siendo Totoro quien se come la pantalla a cada instante. Y ese tema inicial, Tonari no Totoro, que es fabuloso.

LO PEOR: quizás un apartado visual más cuidado, dado el poco foco que hay en contar una historia, se habría agradecido.

NOTA: 8,5. De lo mejor que ha hecho Miyazaki, sin la menor duda.

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1 comentario:

  1. Una película pura y sin malicia, disfrutable de principio a fin. Más de uno debería aprender de Miyazaki...

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