miércoles, 3 de enero de 2024

Drácula (1931)


¡Buuu! Os doy la bienvenida a mi festival de lo macabro, mi circo de los horrores, mi gabinete del susto que te mueres. Soy el doctor von Hohenzollern (sin relación), vuestro guía en este pasaje a lo más recóndito de vuestros miedos.

Mira tu reloj. Si no tienes un Viceroy, el del móvil me vale. Es de noche. Quizá no donde te encuentras ahora mismo, tal vez descansando plácidamente en un sofá, mojando unas galletitas en una leche calentita, o quién sabe si mojando los pies en el Mar Menor. No te conozco. Pero hay algo en tu mente, quizá algún orgánulo de nuestro cerebro reptiliano ya obsoleto, que sabe que alguna parte de esta canica azul que llamamos Gaia el viejo astro Sol se ha puesto, y que sólo la misma fe que nos lleva a enterrar a los muertos nos hace creer que volverá a aparecer, mañana. Y sin embargo, hasta que nuestras esperanzas se vean confirmadas con el primer rayo de luz del alba, cedemos el terreno a las tinieblas, y a los monstruos que habitan en ellas.
En esa oscuridad eterna es donde ha construido su hogar el conde Drácula, un buen amigo mío y quizá la criatura terrorífica más célebre de su especie, que no es otra sino la vampírica: maldito con la sed de sangre humana, y portador de una serie de filias y fobias a las que al principio cuesta hacerse pero a las que acabas cogiendo cariño. Mi noble camarada de colmillo prominente tuvo el detalle de dejar acceder a un equipo de filmación, allá por el año 1931, a su nada humilde morada, con el objeto de convertir su búsqueda de un nuevo piso en un evento cinematográfico sin parangón, en una época en la que el séptimo arte aún andaba medio en pañales. Drac, que así le llamamos sus colegas, fue así un visionario, un pionero de lo que la claque de los medios llaman ahora reality show, y si los de MTV Cribs tuvieran un mínimo de vergüenza, le estarían pagando royalties a perpetuidad. El caso es que la empresa del Conde se descontroló un poquito, con algún homicidio por aquí y por allá, que ahora cuando yo digo de corazón que es buen tío no me cree nadie. Las cámaras dejaron constancia de los infortunios acontecidos en aquellos fríos días de entreguerras, y el resultado aún deja helada a la gente que, osada, aún se aventura a navegar por los mares del blanco y negro.

Empecemos desde el principio, cuando una excursión de jubilados del IMSERSO se aventura, inconscientemente, en los dominios del señor de la noche; sólo uno de ellos es conocedor de la leyenda de Nosferatu, pero le cierran el boquino que estaban teniendo un viaje muy tranquilo hasta que se le ha ocurrido hablar de aquelarres. El carruaje hace parada y fonda en algún remoto pueblo de Hungría, que lo recibe como en Bienvenido, Mister Marshall, hasta que el más joven, uno que la verdad no debería poder solicitar plazas en este servicio social, dice que él va a continuar por su cuenta, que vaya arreando el autobús que nos vamos. En los tiempos anteriores a Alsa, como veis, el pasajero tenía control completo sobre el trayecto, y si te apetecía dejar tirada a toda la compañía en Almuradiel, pues pista libre. Ya no, claro, que nos hemos civilizado.

El muchacho, que ignora las señales de alerta más obvias, hace caso omiso a las caras de pánico que ponen los lugareños nada más mentar al conde Drácula y su intención de encontrarse con él en plena noche de Walpurgis (me consta que es de las pocas que sale, que hay buen ambientillo en los Cárpatos), pero al menos se deja regalar un crucifijo que informará a quien encuentre su cadáver de que debe ser enterrado en la mitad buena del cementerio. Su preocupación sólo se acrecienta momentáneamente cuando la diligencia que monta se pasa del límite de velocidad, y no tanto cuando se da cuenta de que el conductor se ha volatilizado en medio del trayecto. 

El recibimiento, en cualquier caso, es poco hospitalario, ahí no puedo darle el beneficio de la duda a mi compi: los colosales arcos góticos del vestíbulo, ahí a oscuras, con todo tan diáfano, no da el aspecto hogareño que un visitante debería percibir nada más cruzar una puerta. Que da igual que tengas tres esposas y dos docenas de armadillos para hacer bulto, que si el techo abovedado está a veinte metros de tu cabeza va a seguir dando una sensación de altocelarofobia al que venga. Y eso no se soluciona con cuatro candelabros del Leroy Merlín.

Una vez se supera la primera impresión desangelada y los aullidos en la distancia, el conde (aquí acreditado como "Bela Lugosi", anagrama de "i.e: all bogus", "es decir: todo un fraude", indicando al buen entendedor que se nos está practicando una jugarreta) es un anfitrión inmejorable: el equipaje que creías perdido está ya en tu habitación, la mesa está puesta, y además te habla muy despacito para que te enteres de todo. Resulta que el invitado era un tal Renfield, de Tecnocasa, que dejó baratita baratita una abadía cisterciense al noble Drac, y que se ha encargado de todas las gestiones de la mudanza: eso sí que es un agente inmobiliario, y no ahora que te intentan cobrar gastos fantasmas y eso. Lo que sí que al pobre los murciélagos le dan mucha cosica, que es acercarse uno al balcón y darle un soponcio. Después de haberle visto soportar los ojos golositos del conde al verle sangrar de un corte, uno se imagina que puede con cualquier cosa, pero se ve que no: Renfield vuelve en barco a Londres en bodega, facturadito.

Una pega que le pongo a Tod Browning, director del asunto, y que por lo demás hace bien en ser veraz, es que no le pone una musiquilla así de notas intensas tritonales: el momento en el que Drac ve la hemoglobina resbalando por los dedos y reacciona a la aparición salvadora de Cristo crucificado cubriéndose con la capa hubiera quedado mejor reforzado por un acorde disonante, o un violín cayendo de un quinto piso, y no por un atronador silencio que le da a todo una apariencia de sketch de La hora chanante tremendo. Pero es que eran los años 30, no habían inventado el lenguaje del cine ni nada, era todo campo.

Bueno, que Drácula y Renfield, que ahora es su lacayo (y que hacía unos bloody mary de rechupete, todo hay que decirlo) se van en goleta a instalarse en su nuevo inmueble, justo en el día con el mar más picado del año, que eso se mueve como un toro mecánico, menos mal que el Conde es una Biodramina con patas, ni se menea. Al final atracan, nadie sabe cómo porque la tripulación no amanece muy católica después de esa tormenta, un buffet libre para los hemófagos a bordo. Los rescatadores ven a Renfield como unas maracas y le llevan a que se haga un chequeo psiquiátrico que la verdad nos viene bien a todos de vez en cuando.

Y sí que es verdad que Drac en Londres se pasa un pelín, que se marca un homicidio-ópera-homicidio antes de pernoctar siquiera (o lo que haga él), a una vendedora de flores ambulante y a una conocida lejana de la hija de su vecino, que no empieza bien en la comunidad, que por mucho que asegures que no vas a empezar con reformas, si te vas zampando a las allegadas vas a crear cierta inseguridad en el barrio. Menos mal que la ciencia forense británica está super avanzada, que pasas diez años de medicina en Oxbridge para poder acabar deduciendo que el responsable de las muertes es un ser sobrenatural que da mazo de yuyu mordiendo cuellos. Eso con la sanidad privada no pasa, les sale más rentable tener a este merodeador suelto. Eso sí, las habilidades investigativas no dan como para encontrar al verdadero culpable, porque piensan que es Renfield que se escapa a asesinar, y este criaturita mía está más preocupado de poder echarse a la boca a una araña trepadora que de subir a las ligas mayores del colmillazo traqueal. Ahora es mucho más fácil: si en un plazo de veinticuatro horas has conocido a un tal Drácula y te has encontrado con dos cadáveres con agujeros en la yugular, atas cabos enseguida.

Entre el loquero Seward y el profesor en rarología cósmica Van Helsing empezaron a olerse el percal, y de nuevo Drácula responde de manera un poco excesiva, utilizando a Renfield como marioneta para sus designios turbios, que lo mira como un padre severo y no le hace falta ni hablar para decirle lo que tiene que hacer: darle una churrupaíta a Mina, la hija de Seward. Les puede la boca, en más de un sentido, porque después de perpetrar la fechoría el conde se planta en casa de la chiquilla como para fanfarronear, sin percatarse de que se pilla antes a un vampiro que a un cojo mentiroso: como superpoder, con lo de no reflejarse en los espejos y repeler sustancias inocuas como el ajo o el acónito, no es discreto. Claro que hasta después de pegarle un manotazo a Van Helsing, huir entre sonrisas nerviosas y convertirse en lobo en el mismo porche de la casa, Seward y su posible nuero Jonathan Harker todavía dudan de que Drac pueda ser el vampiro al que buscan. Qué gente más inocente, normal que dos años después ganara unas elecciones no sé quién con bigote.

Mina no está difunta, por cierto, sólo es un títere más para el caos, a medio camino entre la perdición y la esperanza, a la que obligan a explicarle al ingenuo de Jonathan que como le meta la lengua hasta la campanilla se la va a tener que morder, que no tiene más remedio. Van Helsing, entre exposición y exposición de lore, restriega a Mina con flores para impedir que sucumba a la influencia de Drac, porque claramente la seguridad de la finca no está a la altura, dejando pulular al enajenado de Renfield por acá y por allá como si no estuviera como un cencerro. Uno que suena más de la cuenta, revelando los planes de nuestro amigo de capa a lo Ramonchu en toda su cara. Ante tal humillación pública y el intento de hipnosis más lamentable de la historia de la imagen, Drácula está kaputt. Su presunto final es de lo más anticlimático: el amanecer le pilla en plena huida y off-screen, así que se mete a echarse una siesta y Van Helsing aprovecha para clavarle un cacho madera hasta la epiglotis. Sin música, sin gritos, sin mostrarlo en pantalla siquiera. Como si Browning nos estuviera ocultando algo.

Ese algo es, por supuesto, que todo aquello estaba pactado: a Drac le da totalmente igual que le hinques abeto que pino que sauce llorón, todos esos remedios de la botica de la abuela contra el vampirismo son puro mito. Fue la primera personalidad en sobreactuar en su propio documental, accediendo por ejemplo a prologar sus apariciones con un murciélago volador de felpa que no podría haber sido menos terrorífico ni a propósito, o a moverse por la trama sin motivación más que la de generar contenido: ¿por qué fue el Conde a Inglaterra acaso, si no por lo mismo que hizo a Luis "Potro" Caballero viajar a Acapulco? El hecho de que en su Transilvania natal ya lo conocían, y que la interacción con sangre fresca, nunca mejor dicho, iba a traer con ella un sinfín de adictivas problemáticas.

La treta funcionó, desde luego, porque Drácula se ha convertido en un sinónimo de terror para todas las generaciones posteriores, lo que ha permitido mantener el estilo de vida ermitaño pero ostentoso de mi amigo y su harén. Cada peliculita con su nombre se traduce en unos cuantos ceros extra en su chequera, y la industria turística rumana agradece tener un icono con el que revestir sus folletos. Un win-win de manual.

Pero no os olvidéis: Drácula vive. Cómodamente en un palacete a las afueras de Fuengirola, sí, pero también en tu corazón. Y no habrá estaca que lo pueda sacar de ahí. Aunque suele acudir al olor del jamón de Guijuelo.

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