sábado, 20 de mayo de 2023

Moonlight (2016)

Cuando Todo a la vez en todas partes empezó a sonar como una seria candidata a llevarse premios de renombre, elegí no ilusionarme. No porque crea que estos galardones sean totalmente irrelevantes, que un poco sí, si no porque Hollywood ya me había dado la espalda antes. Primero, mi obsesión por Boyhood se vio recompensada con una traición, al elegirse Birdman como la mejor cinta de ese año (en retrospectiva, una decisión más que aceptable). Pero la gota colmó el vaso un par de años después, cuando, tras haberse leído su nombre después de las palabras "and the Oscar goes to...", el equipo de La La Land, peli que me encandiló como pocas, se fue sin la recompensa final, optando la Academia en su lugar por... Moonlight. Una película que, siete años después, no había visto, pero que ando más que predispuesto a aborrecer por vendettas inanes. 

Del autor Barry Jenkins sí que he tenido el placer de degustar El blues de Beale Street, una historia sobre un romance asediado por el racismo institucional que se desarrolla a la velocidad de la manteca. Está fantásticamente filmada y dirigida, con una fotografía sensacional, pero el ritmo es tan glacial que hay que estar un poquito mentalizado antes de verla. Por lo que sé, la temática de Moonlight no se desvía en demasía de esto, aunque añade el ingrediente LGBT a la ecuación, y a Mahershala Ali, que siempre se agradece.

Es hora de sacar a pasear mi patentada metodología de análisis cinematográfico, que bien podría confundirse con una sucesión de spoilers contados con relativo gracejo. Chiron es un muchachito que, huyendo de las agresiones homófobas de algunos compañeros, se refugia en un fumadero de crack hasta que es descubierto por Juan (Ali), un camello tolerante que lo acoge temporalmente. Juan adopta gustosamente, quizá hasta demasiado, el papel de padre vicario, convirtiéndose en su tutor espiritual para los intrincados vericuetos de la vida, y ofreciéndole la libertad que su madre (espectacular Naomie Harris), prostituta y adicta (y cliente fiel de Juan, nada menos), no puede darle.

La película nos da retazos, viñetas del día a día de un niño confuso y solo en el contexto más hostil imaginable, cuyo único apoyo es un señor con buenas intenciones pero que no va a terminar bien, entre otras cosas porque muere en una elipsis (la causa más común de defunciones de personajes de ficción). Las cosas no se vuelven más fáciles en la adolescencia de Chiron. Ha mantenido el contacto con la pareja de Juan, Teresa (la siempre magnética Janelle Monáe), pese a que parece no haber intercambiado más de quince palabras con ellos a lo largo de los años. Sus sentimientos hacia su amigo de la infancia, Kevin, se disparan cada vez más, carcomido por los celos que le causan sus historias machunas de sexo esporádico. Todo lo que le dicen a Chiron parece premonitorio: "encuentra un lugar donde estar", "sé que sabes guardar un secreto", eh... "voy a presentarte al fuego", que es lo que le dice Kevin justo antes de que, entre porros y caricias, compartan su primer e inesperado beso, con una gayolilla de propina que para qué están los amigos si no. 

Algo me dice que va a ser un momento de sosiego muy corto, aunque teniendo en cuenta la suerte que ha tenido de que justamente su colega y crush de toda la vida apareciera por la playa a la que había dado a parar, y que además ese mismo colega estuviera más que por la labor de aflojarle la cremallera, casi que que le quiten lo bailao al bueno de Chiron. Pero le va a quedar que sufrir, me parece a mí.

Y el problema es que, mientras que Chiron lleva una década soportando abusos, Kevin ha conseguido mantener un estatus de miembro de la manada, si bien porque ha supeditado su personalidad a los designios de su compañero Terrel (definirle como "malote" sería como decir que Mussolini era un "hombre de fuertes convicciones"). Así que cuando Terrel sale al patio como una vaquilla del Grand Prix y le dice a Kevin que cosa a Chiron a puñetazos, muy a su pesar, eso hace, y sin medir la fuerza ni nada.

Llevado al límite e incomprendido, en su vuelta a clase Chiron le revienta una silla en la cabeza al bully pandillero en lo que es uno de los momentos más inmediatamente catárticos y satisfactorios quizá de la historia del cine, aunque en el fondo represente la rendición personal del chico, convertido ya en un joven violento más del barrio, aunque haya sido a la fuerza. Reconocer este trasfondo más trágico no me ha impedido rebobinar y repetir el sillazo ocho veces, que las he contado. Es que lo deja seco, y la madera estalla por los aires de una manera tan estéticamente agradable, que es imposible no volver atrás a ponerlo una y otra vez.

El caso es que ese es el instante en el que nace un nuevo Chiron, uno que años después empieza de cero en Atlanta y se convierte en traficante de poca monta, como no podía ser de otra manera. Su personalidad ha cambiado por completo: implacable, dominante, y más fuerte que el vinagre se ha puesto. Todo sería perfecto (obviando el hecho de que su verdadero yo está más reprimido que nunca y que el ciclo de violencia al que se ven abocados tantos chavales negros por el racismo sistemático y, como claramente indica la película, ciertos aspectos de la cultura de las bandas callejeras (que, de nuevo, existe porque se les ha restringido el acceso a oportunidades mejores) sigue su curso (no como estos paréntesis cuyo curso hace mucho que se fue a Dios sabe dónde)), si no fuera porque una llamada de Kevin vuelve a trastocar la fachada que Chiron se ha visto obligado a construir. El hombre se acordó de él al escuchar una canción y, aunque sus vidas han tomado caminos muy diferentes, lo invita al restaurante de Miami donde cocina.

Con una mirada se lo dicen todo, y es como si la última vez que se vieron no hubiera habido guantazos unilaterales. Kevin le prepara el especial del chef, que no es un eufemismo esta vez, si no una especie de filete encebollado con frijoles y arroz, que más parece el condumio de un hospital que algo por lo que la gente fuera a pagar, pero está hecho con amor que es mucho más valioso que el glutamato monosódico. Dicen que es un plato cubano; de ser así entiendo lo de Bahía Cochinos. El caso es que poco a poco, vuelven a unir posturas, y de vuelta en casa de Kevin, tras una conversación llena de silencios y esperanza, el muro de Chiron, esa armadura para defenderse de los golpes literales y figurados, parece empezar a desmoronarse por fin.

No soy idiota, está claro que la conversación que abre Jenkins sobre la masculinidad negra es mucho más necesaria que La La Land y su defensa a ultranza del jazz tradicional contra los terrores del progreso. La evolución de Chiron, como cada varapalo le transforma en alguien más y más lejano de quien claramente desearía ser, está tratada de manera magistral, aunque he de decir que el personaje en sí no transmite demasiado carisma. Como bien le recrimina Kevin en cierto momento, rara vez junta más de tres palabras seguidas. Eso sí, las actuaciones son brillantes (aunque me sorprende lo limitada que es la presencia de Ali, especialmente para haber ganado el Oscar, pero para lo poco que está, aprovecha el tiempo) y, aunque no deja de tener una narrativa bastante dispersa, tipo loft, consigue enganchar al espectador.

¿Si tengo que elegir entre La La Land y Moonlight, en cualquier caso? Me sigo inclinando por la ciudad de las estrellas, pero como señor blanco europeo, mi opinión vale bastante poco en este aspecto. La de Jenkins es una película importante y empática con sus personajes, que nunca resulta cargante en su mensaje, y extremadamente bien realizada. Casi, casi puedo perdonarle la victoria por encima del señor Chazelle. Pero pienso en Emma Stone y se me pasa.

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